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Volumen 2   -   Número 1   -   Julio, 2004
Volumen 2 -- Número 1

GEOTRÓPICO,  revista electrónica  --  Volumen 2,   Número 1,  2004  --  Los Editores y los miembros del Consejo Editorial,  presentamos  a la  comunidad académica y científica  una cordial bienvenida a nuestras  páginas, y los invitamos a continuar su consulta semestral gratuita

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Artículo

Antecedentes para el estudio cultural del paisaje
urbano en la Nueva España del Siglo XVI



Federico Fernández Christlieb

Instituto de Geografía,
Universidad Nacional Autónoma de México
México DF                                                                 
Remitido: Abril, 2004                                                                                                                                 Aceptado: Junio, 2004                                                                                                                       Versión PDF
                                                     
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ABSTRACT. A deeper understanding of former landscapes can be obtained if the study is conducted  through the views of cultural geography. By this approach, geographical analysis is likely to be free from   prejudice and a priori explanations concerning the use made by past societies of elements present in their te-rritories. A bibliographic background is provided in the article to the student interested in adopting the cultu-ral approach for landscape research in historical geography. The historical instance taken here as illustra-tion, with its own bibliographic support, is the urban landscape that emerged as a result of the conquest of Mexico by Spanish conquistadores. An unpublished geography named New Spain was the historical outcome of  the conquest. It is the objective of this paper to make known some research progress, which could serve as reference for similar cultural studies in other Latin American countries where history, as in Mexico, was shaped by two distinct cultural universes.

Key words:  Cultural geography - historical geography – Mexico - 16th Century
ISSN 1692-0791




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     La llegada de los españoles a América permitió el contacto entre dos concepciones geográficas distintas. A escala urbana, esta diferencia opuso a la “ciudad” concebida por los europeos, contra el asentamiento indígena conocido en el área nahua de México como “altepetl”. Aunque durante toda la época virreinal el término altepetl fue homologado con el de “pueblo” (si se trataba de una aglomeración pequeña) o el de “ciudad” (si se trataba de grandes conjuntos urbanos como México o como Cholula), estas nociones territoriales no eran sinónimo.
     En términos generales la diferencia geográfica radicaba en que las definiciones de “ciudad” y de “pueblo” se aplicaban estrictamente a los núcleos urbanos de cierta densidad y a la población concentrada en ellos, mientras que la definición de altepetl incluía no sólo a las casas dispersas de los indios y a sus tierras de cultivo sino también a determinados ras-gos del paisaje tales como el relieve, la vegetación, los cuerpos de agua, la fauna o la relación entre el horizonte montañoso y los fenómenos celestes observables en el sitio. Es-tos rasgos del paisaje y su significado para las comunidades locales, nos permiten hacer del altepetl un objeto de estudio de la Geografía Cultural, sin que perdamos de vista las con-tribuciones fundamentales que, tanto etnohistoriadores como arqueólogos, han hecho re-specto de este tema.
  Como veremos más adelante, la Geografía Cultural constituye un enfoque que muchas investigaciones geográficas adoptan para estudiar la manera en la que una sociedad percibe, interpreta, reproduce y ordena su espacio inmediato primero, y su universo completo después. Para aplicar este enfoque en una investigación geográfica es necesario tomar en cuenta los valores y saberes de la sociedad en cuestión, es decir, comprender la lógica territorial de larga duración que subyace a su cultura específica (Braudel 1994). Así pues, el geógrafo se pregunta ¿qué lugar ocupan los objetos en la jerarquía espacial?, ¿cuáles son los límites territoriales más allá de las fronteras visibles?, ¿qué cambios históricos han ex-perimentado las relaciones entre la sociedad y su entorno?, etc. Como se puede entender, la Geografía Cultural rebasa la visión positivista en la que el investigador observa desde “afuera” su objeto de estudio pretendiendo que su resultado es “objetivo”. Más bien, el geógrafo aspira a mirar desde “adentro” a la sociedad que estudia y a su entorno para dar una visión manifiestamente “subjetiva” de los hechos. Ahora bien, esta subjetividad confesa tiene mayores alcances en la medida en que da mejor cuenta de la complejidad del espacio. Por ello, desde los tiempos de Carl O. Sauer, fundador de la Geografía Cultural estadounidense, se ha rechazado producir una teoría o hallar una verdad absoluta (Parsons 1996). Este enfoque cultural es de particular importancia para sociedades mixtas como las de toda Latinoamérica y en especial para desentrañar las condiciones históricas en que se construyeron nuestros territorios. Por ello, la Geografía Histórica se sirve cada vez más del enfoque cultural.
     Si deseamos aplicar este enfoque al estudio del paisaje durante el siglo en que los conquistadores españoles llegaron a América, tenemos forzosamente que intentar comprender cómo eran entendidos, por las comunidades autóctonas, los diferentes conceptos territoriales. De este modo, para aproximarnos a la territorialidad urbana de la Nueva España es pre-ciso estudiar las nociones de pueblo (o ciudad) y de altepetl debido a que, durante el siglo XVI, estas dos concepciones inicialmente contradictorias encontraron puntos coincidentes y adaptaciones de ambas partes para conformar la geografía de la Nueva España. Esta geografía urbana se sustentó en una red de ciudades habitadas por españoles para abarcar el territorio conquistado y para facilitar la explotación de las riquezas así como el control poblacional. Los historiadores del urbanismo occidental han dado cuenta de la morfología interna de estas ciudades de manera satisfactoria. Asimismo han contribuido a explicar el papel desempeñado por estas ciudades para europeos en la administración del territorio virreinal. Sin embargo, el aspecto menos trabajado es el que concierne a todos aquellos asentamientos ocupados y gobernados por indígenas y la permanencia de su vinculación con el paisaje. Este es el aspecto que más nos interesa destacar.
     En este artículo nos proponemos presentar los antecedentes mínimos que los geógrafos deben conocer antes de adentrarse en el tema del altepetl desde el punto de vista de la Geografía Cultural. Comenzaremos por establecer aquellos antecedentes que atañen al actual “giro cultural de la Geografía” (“cultural turn in geography”) y más adelante abordaremos aquellos concernientes al estudio específico del paisaje urbano de la Nueva España al comenzar la era virreinal
.

Antecedentes del enfoque cultural en geografía

   Los estudios sobre paisaje cultural se remontan al siglo XIX y fueron desarrollados por naturalistas, es decir, por estudiosos de las ciencias físicas. En su Cosmos, Alexander von Humboldt estableció que el estudio del paisaje permitía un enfoque a partir del cual se podía descifrar la relación hombre-naturaleza (Humboldt 2000). Para ello introdujo un con-cepto clave: el de “medio” (Claval 1996:53). Con él explicó la diversidad ambiental y en particular aquella referente a la botánica que le sirvió como punto de partida para suponer otras relaciones entre entidades bióticas (Capel 1988). Fue Carl Ritter quien aplicó sis-temáticamente el concepto de “medio” para explicar la influencia de la naturaleza en la cultura de los pueblos. A la luz de la teoría evolucionista de Charles Darwin expuesta en El origen de las especies, los antropólogos y los geógrafos comienzan a establecer relaciones más comprobables entre los distintos pueblos y su entorno respectivo (Darwin 1985). Los diferentes autores reflexionarán sobre estas relaciones en dos direcciones: la que analiza el impacto de la acción humana sobre el ambiente y la que estudia la influencia del medio en las sociedades.
    De la primera surge el pensamiento protoecológico bien caracterizado por la obra de George Perkins Marsh titulada Man and Nature; or Physical Geography as Modified by Human Action (1864). De la segunda dirección nace una reflexión sobre la manera en que el medio condiciona las actividades del hombre. Lewis Morgan (1993) habla, en La so-ciedad antigua, de los conocimientos que las distintas comunidades utilizan para enfren-tarse al medio. En ese momento, también Friedrich Ratzel utiliza por primera vez el tér-mino Kulturgeographie, “Geografía cultural” (1875), el de Anthropogeographie, “Antro-pogeografía” (1880) y, más adelante, el de Politische Geographie, “Geografía Política” (Ratzel 1987); con estos conceptos se abrirá un campo de estudio para entender la dis-tribución de las diferentes culturas en el ambiente y los flujos que marcan sus respectivos territorios (Claval 1995; Tejera 2002). Para principios del siglo XX, los geógrafos occidentales aceptan sin problema la relación entre las sociedades y su entorno pero se preocupan por definir las unidades de estudio que deberán abordar. Se refuerzan entonces las nociones de “paisaje” y de “región” porque en ellas se mantienen las variables físicas y sociales como parte del análisis de la realidad territorial (Capel 1988).
    Paul Vidal de la Blache propuso en Tableau de la Géographie de la France que los grupos sociales reaccionaban ante el ambiente mediante el desarrollo de diferentes “genres de vie” (“géneros de vida”), lo que le permitió explicar que, si bien el hombre queda condicio-nado por el medio, también éste se transforma a instancias de la actividad humana (Vidal 1994). El intercambio recíproco entre la naturaleza y la sociedad quedó asentado por Lucien Febvre en La Terre et l’évolution humaine de 1922 bajo el concepto de “posi-bilismo”, el cual explicaba que las actividades de los pueblos no están determinadas por el medio sino que éste posibilita el desarrollo de un tipo de actividad e inhibe otros (Febvre 1955). El geógrafo alemán Otto Schlüter (1907) establece que el paisaje es el resultado de la acción de los pueblos sobre el medio natural, de manera que, las ciudades, constituirán los núcleos del territorio donde se acumula la información sobre la cultura de los pueblos que han construido y transformado el espacio. Por ello el estudio del paisaje urbano se vuelve fundamental en la comprensión de la cultura de cada comunidad.
     En este panorama, el antropólogo y geógrafo alemán-norteamericano Franz Boas resulta un autor clave para entender los estudios que relacionan hombre y naturaleza a través del paisaje durante el siglo XX. En The mind of primitive man, deja clara la importancia que tiene el entorno inmediato para los pueblos, inscrito en una cosmovisión amplia que de-scribe a la comunidad en cuestión ocupando el centro perceptual del universo (Boas 1964; 1991). Cada pueblo percibe y transforma su paisaje a la vez que es condicionado por éste. Cabe señalar que, metodológicamente, las investigaciones de Boas, así como las de otro geógrafo estadounidense, Carl O. Sauer a quien ya citamos, sirven directamente de antecedente a nuestro propósito. Ambos especialistas realizaron trabajo de campo en México, lo que les permitió entender la complejidad cultural de este territorio y reforzar su procedi-miento y su método (Boas 1911; Sauer 1924; 1925).
    A estos paisajes estudiados por la Geografía y la Antropología fue necesario reconocerles un significado religioso que hasta entonces no había sido bien determinado. Debemos al escritor rumano Mircea Eliade la tipificación de los elementos del espacio divididos en aquellos que son sagrados para un pueblo y aquellos que no lo son. En su obra Lo sagrado y lo profano (Eliade 1965), afirma que las sociedades tradicionales construyen su mundo perceptual a partir de un centro sagrado que puede ser un rasgo del relieve o bien, la fun-dación de un asentamiento o una ciudad.
   Hasta este punto, los antecedentes mencionados no pueden todavía llamarse propiamente Geografía Cultural sino simplemente estudios sobre el paisaje. El enfoque cultural en geografía parece institucionalizarse hacia finales de los años 1970 y lo hace reflexionando no sobre las colectividades sino sobre los individuos que las conforman. Podemos decir que el cambio cualitativo consiste en estudiar con mayor detalle la acción de personas y lugares a una escala doméstica dejando las grandes regiones y evitando hacer generalizaciones ri-esgosas (Claval 2001a). Ya para entonces, el geógrafo sueco Torsten Hägerstrand (1968) había propuesto sistematizar las biografías cotidianas al interior de una comunidad urbana como si fuesen geografías individuales y trazar, a partir de los recorridos realizados por individuos, mapas espacio-temporales que hablan de la experiencia espacial de una colectividad (Giddens 1998). Poco después, en su libro La región, espace vécu, Armand Frémont (1976) insistió en las geografías indivuduales como la mejor manera de aproximarse al “espacio vivido”. Quizá sin percibirlo entonces, se dieron las condiciones para dar un salto en la disciplina.
    En la década de 1980 tiene lugar la llamada “Nueva Geografía Cultural” a partir de la cual se exploran métodos para identificar “esferas de intersubjetividad” (Claval 2001b). La renovación comienza en los países de habla inglesa. Anthony Giddens publica The constitution of society (1984) afinando la propuesta de Hägerstrand y haciéndola menos neutra, es decir, sociológicamente más verosímil. Por su parte, James Duncan se sumerge en la cul-tura cingalesa para descubrir que el paisaje puede ser leído como un texto en el que los ras-gos arquitectónicos constituyen breves citas de la literatura sagrada que fácilmente recono-cen los pobladores de Sri Lanka. Sus resultados fueron publicados en el libro The City as a Text (Duncan, 1990). Al respecto, Mike Crang (1998) asegura que la tarea de la geo-grafía es precismanete el estudio de las inscripciones (graphein) dadas por los pueblos a la superficie terrestre (gea). Un procedimiento similar al de Duncan es utilizado por Allan Pred (1990) para explicar cómo los habitantes de algunas ciudades suecas de los siglos XVIII y XIX perciben su medio. En Francia, Joël Bonnemaison  publica sus estudios sobre el paisaje sagrado de los habitantes de Vanuatu (Bonnemaison 2000) mientras que Augustin Berque describe en 1986 la relación entre los japoneses y su medio en Le sauvage et l’artifice (Berque 1986; 1992; 2000). Así podemos hablar del nacimiento de una etno-geografía que hace referencia a la manera en que los distintos pueblos ordenan y reordenan su territorio (Claval 1995). A partir de este momento, y quizá a la par de la publicación, a instancias de la Universidad de París-Sorbona, de la revista Géographie et Cultures, po-demos hablar del nuevo giro que adquiere la reflexión cultural en Geografía y que ya antes hemos descrito en inglés como The cultural turn in geographie. En los países de influencia francesa el término solicitado ha sido Le tournant culturel en géographie. Cabe decir que la Unión Geográfica Internacional dio inicio a los trabajos de un grupo de estudio desde 1996 que apenas hace un par de años adquirió el rango superior de Comisión sobre el Enfoque Cultural en Geografía (IGU 2001).
    Como se desprende de los antecedentes mencionados, las definiciones de paisaje cultural no permiten analizar por separado al medio físico de la población que lo ocupa y transforma. Hemos enlistado aquí a los autores que han puesto el énfasis precisamente en la relación sociedad-naturaleza sin tomarla como una composición bipartita. De los autores citados se desprenden ya las características del paisaje cultural que se debe abordar para estudiar el área mexicana: se trata pues de una unidad espacial compuesta de un relieve y una biodiversidad específicas en cada caso de estudio y cuya población la define en térmi-nos tanto de aprovechamiento de recursos como de valor religioso.
     Ahora bien, ¿quiénes son los autores que han adoptado –directa o indirectamente– este enfoque en sus estudios específicos sobre la Nueva España del siglo XVI? En el apartado siguiente se exponen los antecedentes en los que nos basamos para aplicar el estudio del paisaje al caso que nos concierne.


Antecedentes para el estudio del territorio urbano novohispano

    El estudio sobre la unidad territorial básica de los grupos indígenas durante el primer siglo virreinal, también inició en el siglo XIX. Fue Adolf F. Bandelier (1878) quien definió por primera vez las extensiones que correspondían a las distintas entidades político-administrativas del altepetl. Fue necesario esperar casi cien años para ver aportaciones sustantivas tendientes a descifrar la territorialidad urbana de los indios de Nueva España. Los etnohistoriadores Edward Calnek (1974) y Rudolf van Zantwijk (1976) realizaron un análisis pormenorizado de la periferia de la Ciudad de México-Tenochtitlan en donde quedó clara la existencia de barrios o calpolli asociados a dioses tutelares y la importancia del tecpan o palacio. Charles Gibson (1975) y Pedro Carrasco (1976) hicieron estudios similares para otras regiones. Mientras tanto, los arqueólogos William Sanders (1981) y Frederic Hicks (1982) descubrieron que el territorio del altepetl poseía igualmente áreas rurales intercaladas con las urbanas.
    El avance cualitativamente más importante se da con los trabajos de Susan Schroeder (1991), Stephanie Wood (1991) y James Lockhart (1992), quienes clarifican las características político-administrativas del altepetl (tener un gobernante o tlatoani, cierta soberanía política, una composición pluriétnica) y enuncian otros de sus elementos urbanos: el tianguis (mercado), los calpolli o tlaxilacalli (barrios) y un paisaje sacralizado que define al asentamiento indígena.
    La necesaria vinculación entre la territorialidad, el urbanismo y el paisaje cultural fue provista inicialmente por Zelia Nuttal quien propuso en 1899 que los edificios mesoameri-canos construidos en piedra (que llamamos genéricamente pirámides) constituyen réplicas de montañas investidas de sacralidad, es decir, que cada una de esas pirámides tenía por intención recordar otras montañas reales probablemente cercanas al sitio del asentamiento indígena. Tiempo después, a la luz de los trabajos de Mircea Eliade, la antropóloga Doris Heyden (1981) amplió la propuesta de Nuttal tras estudiar el interior de la pirámide del Sol en Teotihuacan y llegar a  la conclusión de que además, las pirámides simbolizaban la montaña del origen llamada Culhuacán o Chicomóztoc, prominencia del relieve mítico donde los pueblos habían sido concebidos (Magaloni 2003). Esto quería decir que cada pirámide replicaba una montaña pero que, en ocasiones, se trataba de una montaña existente tan sólo en el plano mitológico.
   Como señalamos en el apartado anterior,  dentro del enfoque de la Geografía Cultural es importante que haya una correspondencia entre el espacio inmediato de cada sociedad y su idea de universo. Por eso ha sido importante tratar de entender la composición del cosmos según las diferentes culturas para luego establecer las relaciones entre la estructura de dicho cosmos y la del asentamiento poblacional estudiado. Con esa intención, Alfredo López Austin, en su importante obra Cuerpo humano e ideología (1989; 1999), explica la estruc-tura del cosmos mesoamericano como una gran isla-montaña que emerge de las aguas primigenias y cuyo plano horizontal está dividido en cuatro rumbos, uno por cada punto cardinal. Nuevamente a la luz de las ideas de Mircea Eliade, los historiadores desprenden la conclusión de que cada altepetl es un microcosmos que reproduce a una escala urbana la estructura general del cosmos (Eliade 1965; 1969). El cosmos es entonces concebido como una gran superficie terrestre rodeada por el mar y en cuyas cavidades internas está deposi-tada el agua. Como transmitieron los cronistas del siglo XVI, los cerros son concebidos por los indios como auténticas “casas de agua” (Sahagún 1999). En ese sentido, los mejores paisajes para establecerse y fundar sus viviendas son aquellos que se definen geográfica-mente por un cuerpo de agua (de preferencia un lago) en medio del cual hay una isla-montaña o bien, las condiciones ecológicas y fisiográficas para encontrar en el paraje todos los elementos necesarios para la sobrevivencia. De ahí que altepetl, literalmente “agua-montaña”, haya sido traducido como “ciudad” (Molina 2001; Lockhart 1999).
    Esta relación ha sido estudiada con mayor profundidad por Ángel García Zambrano, quien ha analizado los ritos de fundación de los asentamientos indígenas y las características geográficas de los sitios seleccionados para establecer los pueblos y ciudades (García Zambrano 1992). De sus trabajos se desprende la idea de que el paisaje cultural de los pueblos mesoamericanos es un paisaje sacralizado en donde los cerros y los cuerpos de agua desempeñan un papel fundamental en la explicación del universo. Este mismo autor ha encontrado que la serie de microcosmos superpuestos unos sobre otros que replican la estructura del universo, termina en el otro extremo de la cadena en una calabaza, es decir, en otro depósito de agua pero a escala pequeña, en una cactácea o una cucurbitácea tan pre-sentes en la vegetación y la agricultura de los pueblos mesoamericanos (García Zambrano 2001).
     Otro aspecto que permite dar una idea más completa de esa relación entre una ciudad particular y el cosmos entero, ha sido estudiado por especialistas de la geografía sagrada y de los movimientos astronómicos que se observan por encima de ella. Johanna Broda en su edición sobre Arqueoastronomía y Etnoastronomía en Mesoamérica (1991) deja ver que la ubicación de los asentamientos prehispánicos tiene una relación clara con los movimientos del cielo y en particular con los del Sol. Equinoccios, solsticios y apariciones de Venus o de las Pléyades pueden determinar la dirección hacia la que se orientan las pirámides construi-das por los pueblos del México antiguo. En esta misma línea ha trabajado la historiadora del arte María Elena Bernal García insistiendo en las significaciones del paisaje dentro de un marco ritual (Bernal García 1993). Siguiendo el trabajo de ambas, el astrónomo Jesús Galindo ha estudiado varios edificios prehispánicos para darles su contexto según el movimiento de los astros que privaba en la época que fueron construidos (Galindo 2001). De ello se ha desprendido la idea de que las ciudades prehispánicas funcionaron como ob-servatorios astronómicos, pero sobre todo, como calendarios agrícolas, pues era el ritmo de esos astros en sus ciclos estacionales lo que determinaba las temporadas, por ejemplo, de siembra.
     Con estas bases podemos hablar de toda una nueva oleada de especialistas que se han dedicado al estudio del altepetl tanto en tiempo prehispánico como en la época virreinal, momento en que se transforman en “pueblos de indios” (García Martínez 1987). Para el área del México central ha habido importantes estudios. Entre ellos figuran el que realizó René García Castro sobre los pueblos otomianos de la provincia Matlatzinca, situada hoy en las inmediaciones del Estado de México (García Castro 1999), el de Cayetano Reyes García sobre Cholula en el actual Estado de Puebla (Reyes García 2000), el de el mismo Bernardo García sobre los indios de la Sierra de Puebla (García Martínez 1987), el de John Sullivan sobre el señorío de Tlaxcala (Sullivan 1996) y, desde luego, los estudios realizados para el área Maya por Pedro Bracamonte, entre otros (Bracamonte y Sosa 2003). A nivel teórico, cada vez más estudiosos profundizan sobre el tema; entre ellos podemos mencionar a Kenneth Hirth (2003), Gerardo Gutiérrez Mendoza (2003) y Diana Magaloni (2003).


Conclusiones

   Para comprender  con mayor precisión  la manera en la que los habitantes del siglo XVI percibieron y ordenaron el territorio de lo que hoy ocupa México, es importante distinguir los valores del presente utilizados por el investigador de aquellos utilizados por los pobladores de aquella época con el objeto de no mirar realidades del pasado con los ojos del presente. También es importante diferenciar cuáles son los valores territoriales que aportó la cultura occidental y cuáles son los que existían en los tiempos previos a la llegada de los europeos al continente. En este artículo hemos seguido, a través de la cita a diversos autores clave, las ideas de paisaje en cuya definición entra desde luego, la relación entre la sociedad y la naturaleza. Ahora bien, ¿qué fue de los nuevos espacios mestizos?, ¿cómo se estruc-turaron los núcleos urbanos de los pueblos de indios?, ¿qué rasgos distinguieron al paisaje virreinal?
    Los pueblos de indios, como señalamos, se conformaron entonces por una serie de elementos que le eran familiares a los europeos pero que, simultáneamente, permitieron preservar la sacralidad del paisaje mesoamericano. El altepetl original, compuesto de elemen-tos tanto rurales como urbanos, mantuvo algo de esta composición. En cuanto a lo urbano, el altpetl se convirtió en un pueblo de cierta densidad con un núcleo construido a partir de calles preferentemente rectas en torno a una iglesia o convento. El tianguis indígena se transformó en un mercado con el mismo tipo de mercancías locales y con otras agregadas en la medida en que los productos europeos eran traídos al Nuevo Mundo. La iglesia cristiana ocupó el lugar sagrado del templo piramidal o teocalli, si no físicamente, al menos sí a un nivel ideológico y simbólico. Respecto de lo rural, los campos de cultivo pasaron a llamarse “términos” y siguieron perteneciendo frecuentemente a la comunidad que continuó no sólo con el cultivo de sus productos tradicionales sino también con las técnicas y la or-ganización prehispánicas, por lo menos hasta el momento en que se introdujeron especies mediterráneas como los cítricos y, sobre todo, cuando se implementaron las actividades pecuarias.

     En síntesis, el análisis geográfico nos revela un paisaje inédito que ya no es indígena ni europeo, sino mestizo y propio de la Nueva España y quizá de otras regiones de la América precolombina. Para entender este mestizaje es conveniente adoptar el enfoque propuesto por la geografía cultural. Esta es la razón por la cual hemos dejado especificados los ante-cedentes que permiten abordarlo de manera adecuada.


RESUMEN. Para estudiar con mayor profundidad los paisajes de tiempos pasados, es conveniente aproximarse a ellos desde la óptica de la Geografía Cultural. Con ello se intenta desprender el análisis geográfico de prejuicios y de explicaciones a priori sobre el uso que las sociedades antiguas dieron a los elementos que conformaron su terri-torio. En este artículo presentamos los antecedentes bibliográficos para quien pretenda adquirir un enfoque cultural en su investigación sobre el paisaje en el campo de la Geografía Histórica. El ejemplo en el que nos basamos, y del que también damos los antecedentes bibliográficos, es el paisaje urbano producido tras la conquista de México por los conquistadores españoles; el resultado histórico fue una geografía inédita llamada Nueva España. El objetivo de este escrito es dar a conocer algunos avances de investigación que pudieran servir de referencia para otros estudios culturales en países latinoamericanos, marcados en su historia, como México, por dos universos culturales distintos.

Epígrafes: geografía cultural - geografía histórica – México - siglo XVI



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Correspondencia:   Dr. Federico Fernández Christlieb, Instituto de Geografía, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM),  Circuito Exterior,  Ciudad Universitaria,  México,  D.F.,   04010,  México   fedfer@servidor.unam.mx


Forma de citar este artículo:
Suggested citation

Fernández Christlieb, Federico. 2004. Antecedentes para el estudio cultural del paisaje urbano en la Nueva España del siglo XVI. GeoTrópico, 2 (1), online:http://www.geotropico.org/2_1_F-Fernandez.html. Último acceso: [Fecha...]

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